Jarra de Pingüino – Museo Virtual

Bebiendo Vinos en Pingüinos

Hay ámbitos donde el pingüino reina; en nuestro país las costas patagónicas, las tierras blancas de la Antártida, las islas del Atlántico sur.
También hay ámbitos para las jarras de pingüinos: la colección del Museo Virtual de la Jarra de Pingüino, la casa en Pergamino de Roberto Barros, las fábricas de cerámica de donde salen de un molde, los bodegones, viejos bares y cantinas porteños; esos de pisos de mosaicos coloridos, cielorrasos machihembrados y estanterías pringosas abarrotadas de viejas botellas de etiquetas ilegibles, heladeras de madera marrón oscuro, barra de estaño y cisne que gotea.

Pingüino para el vino, cisne para el agua.

Curiosa pareja que tan bien se han llevado siempre en un viejo bar de barrio. Tan distantes de sus ámbitos naturales; el cisne de los lagos románticos, el cisne de los valses vieneses, el cisne más criatura celestial o de cuento de hadas devenido grifo goteante en el estaño.

Tan elegante éste, de frío metal como el que nada soberbio en el lago.
El pingüino casi un dandy, siempre vestido de etiqueta en las tierras gélidas.
Cisne que vierte agua, pingüino que contiene vino.

Dación y contención, tal vez estas sean las palabras que mejor identifiquen a un bar. Ya decía Francois Villon que la taberna es el lugar donde uno come, bebe, no se disgusta jamás, se confiesa a los amigos, complota contra el gobierno, contra el obispo y contra su mujer.
Making love with his tonic and gin” dice un verso de Piano Man de Billy Joel remedando una imagen nocturna de cualquier bar que se demora en cerrarle la esperanza a su último cliente. Pingüino y cisne exiliados en el ámbito porteño, como Eugene O’Neille, Jack London y John Mansfield recalando los tres por distintas circunstancias en el bar The Droning Maud en la Boca.
Más allá de la noticia de la que nos informa Jorge Bossio en su libro Cafés de Buenos Aires, me hubiera encantado que hubiesen coincidido tal vez sin conciencia de sus futuros roles en el mundo de las letras, cada uno sumido en su propio tren de pensamientos y sueños, apoyados en mesas de madera descangayadas y sucias de aureolas de cerveza y quemaduras de cigarrillos, barruntando historias que quizás nunca publicarían. Me gusta imaginarlos frente a sendas jarras de pingüinos escuchando Nieblas del Riachuelo en la versión de Bebo y Cigala y pensando en las aguas del Hudson, el Yukon y el Támesis.

El Droning Maud, era el café que regenteaba la negra Carolina, llegada a Buenos Aires desde Nueva Orleans tal vez por las mismas razones por las que muchos llegaron a estas playas: hacerse un futuro, escapar de la pobreza o una guerra, narrarse una historia diferente o huir de un crimen como fue el caso de una de sus camareras, la inglesa Eve Leneve que venía escapando del asesinato de la esposa de su amante el doctor Crippen a quien descubrieron y ejecutaron en Londres.

Me agrada imaginarla narrándole a un borracho Jack London parte de su plan para asesinar a la señora Crippen, diagramado hasta el menor detalle sobre las mesas rústicas de un pub en Wapping Street. Al rato, es la negra Carolina que se acerca a O’Neille y le cuenta la historia del barrio francés de Nueva Orleans, de sus padres libertos, de su orfandad temprana y de sus vagabundeos por los muelles hasta embarcarse en el vapor que la depositó en Buenos Aires. Tal vez al escuchar un tango recordara a la banda de blues donde Dustin, el amor de su vida, tocaba la trompeta y huyera con su mejor amiga dejándola en otra orfandad más profunda. O’Neille le acaricia la mano regordeta que le lleva un pingüino marrón con un quebracho áspero como la historia de su vida. O’Neille mira con recelo a ese poeta inglés que dice llamarse John Mansfield que tose sin parar, escupe el piso y juega nerviosamente con el asa de un pingüino blanco cargado de un blanco dulzón que contrasta con los últimos versos de Nieblas del Riachuelo.

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